A quienes aman los cuentos de terror inventados, les traemos en esta ocasión una escalofriante historia; escrita por Juan Pablo Rivera. Es un relato recomendado para el público adulto; esperamos que sea de su agrado. Sin más, aquí se los dejamos. Que lo disfruten.
CONTENIDO
Las Tres Con Tres
Autor: Juan Pablo Rivera
Ese día último del mes de agosto, cuando regresábamos del campamento de verano pasamos muy cerca de un poblado abandonado en la sierra de Los Coyotes. En total éramos cinco compañeros que habíamos emprendido un viaje de aventura, recorrimos en total 457 kilómetros por carretera y alrededor de 25 a pie, entre valles y montañas, la vegetación era simplemente un paraíso.
Grandes pinos se alzaban entre la alfombra de hojarascas en proceso de convertirse en composta. La abundante humedad dejaba un lunar interminable de musgo fino por las veredas, esas que conectaban el mirador donde se dejaban los vehículos y el campamento desde donde volvíamos.
Habíamos hecho una pequeña variación a la ruta tradicional y era por eso, que pasábamos sobre la periferia de aquella comunidad deshabitada, completamente en ruinas. Ramiro, el compañero más audaz comentó en tono de broma:
—¡Bueno camaradas!, hemos caminado bastante, el sol está por ocultarse y yo he decidido pasar la noche en el mejor hotel de este enorme pueblo, tomar un relajante baño, una buena cena con un whisky, no sé ustedes pero yo estoy ansioso; —sin decir más, se desvió dando grandes saltos, entre gritos y carcajadas.
No estábamos muy convencidos de seguirle el juego a nuestro amigo, pero tampoco queríamos seguir caminando. Entonces, comenzamos a correr detrás de Ramiro, lanzando un sinnúmero de improperios y risas que encontraban respuesta cuando chocaban con las montañas que circundaban aquél desolado sitio.
Una vez que nos encontrábamos en una de las calles principales, nos llamó la atención un viejo templo edificado en piedra volcánica, que no parecía ser un centro espiritual tradicional. En lo más alto de la construcción había un extraño reloj de vitral.
Comparamos el tiempo de nuestros cronómetros con aquella reliquia y descubrimos que estaba perfectamente sincronizado con los aparatos que portábamos. Encima del reloj, reposaban tres campanas que supusimos servían para dar a conocer las horas o los intervalos de las mismas, entre los timbres metálicos y el aparato podía leerse claramente la siguiente frase: “tres campanadas antes de las tres”.
—Debe ser algún reloj atómico, por eso no se ha detenido —dijo el buen Bonifacio.
—No me gusta el enigmático reloj, me da miedo —comentó Ricardo.
—Sí, seguramente esta embrujado —expresó Aarón sonriendo.
Ramiro sólo se limitó a mover la cabeza y esbozó una divertida mueca.
—Bueno, vamos a buscar un lugar para acampar, dejémonos de tonterías —dije como voz imperativa.
Siempre cargábamos con suficientes provisiones para llevar a buen fin cualquier aventura. Frente a la iglesia encontramos una construcción en madera, por su aspecto, deduje que en sus buenos tiempos debió ser un gran restaurante-cantina, decidimos tomarla como refugio.
Ya entrada la noche, Boni desprendió unas tablas de madera de la barra y comenzó a sacar algunos trozos para hacer una fogata. Nos sentamos alrededor del fuego y cada quien a como pudimos, calentamos los alimentos. Una vez que terminamos de comer, Ricardo abrió conversación, para hablarnos sobre un antiguo cuento de terror que su bisabuela le contaba cuando era niño.
Nos mirábamos unos a otros, no queríamos doblegarnos pero la verdad es que la oscuridad, la soledad, y aquella simple historia, nos hacía temblar no de frío, sino de miedo. Bonifacio sacó una botella de licor y nos ofreció a todos un trago, no lo despreciamos, sentíamos la necesidad de “obtener valor” para pasar la noche.
Desplegamos los sacos de dormir y nos recostamos platicando sobre la cantidad de chicas hermosas que nos esperarían en la universidad, los planes de conquista, y de cómo nos veríamos dentro de diez años. Hicimos la promesa de que nos reencontraríamos después de ese tiempo y regresaríamos a realizar el mismo recorrido, la misma aventura, cerramos el trato antes de que el sueño nos venciera.
Yo acostumbraba dormir con un antifaz y unas orejeras, evitaba escuchar ruidos o luces que me despertaran. No estoy seguro si soñé o lo imaginé pero después de medianoche percibí muy tenue el sonido de tres campanadas y después se desató el calvario.
Eran las tres de la mañana cuando Aarón comenzó a gritar: «¡Detente Bonifacio no te lleves los alimentos!». Boni parecía ausente, poseído, no hizo caso y se perdió entre las calles oscuras del poblado chillando como loco y lanzando amenazas.
Ramiro decidió perseguir al ladrón y en cuestión de segundos dejamos de verlo. Aarón, Ricardo y yo nos atrincheramos tras el mostrador aterrados de lo que estaba pasando, no dábamos crédito a lo sucedido pues, Bonifacio, siempre había sido un joven serio, bien portado, ecuánime.
Veinte minutos después, decidimos salir a buscar a los dos compañeros. Cuando estábamos en medio de la calle miramos una luz encendida en el santuario. A pesar de que el miedo nos invadía, decidimos entrar a investigar.
La puerta sostenida por antiguos herrajes rechinó con fuerza cuando la empujé. Una espesa neblina nos impedía ver con claridad el interior. La luz que nos llevó hasta allí destellaba en el fondo pero no era tan brillante como pensábamos.
La humedad del lugar dificultaba nuestra respiración, caminamos lentamente por entre las dos hileras de bancas, en el centro, se levantaba el altar, encima de él, descubrimos la silueta de alguien.
—¿Eres tú, Ramiro?… ¿Boni? —preguntó Aarón, pero nadie respondió.
Con el tórax hecho pedazos, los intestinos de fuera y colocado en forma de cruz, estaba el cuerpo sin vida de Ramiro. El rostro desencajado de dolor, nos dejaba en claro que había sido destazado en vida. La sangre, aún salía a borbollones formando un gran charco debajo del púlpito.
Sentí que las suelas de mis zapatos se adherían y se despegaban con dificultad oponiendo resistencia al vital líquido. Escuchamos un fuerte aleteó en una de las ventanas superiores de la iglesia, los tres fuimos testigos de cómo una espantosa ave de rapiña en forma de gárgola salía volando mientras lanzaba horribles graznidos.
Al ver aquella criatura quedamos paralizados; no obstante, después de unos segundos logramos salir corriendo despavoridos hacia la salida. Ya en la calle, escuchamos el grito desesperado de Bonifacio suplicando ayuda.
A pesar de la oscuridad y del pánico que me invadía, logré girar mi vista hacia el reloj de vitral y pude percatarme que había quedado congelado a las tres de la mañana, y lo más extraño es que ninguna de las campanas se encontraba en su sitio.
—Rápido por allá debe estar Boni, ¡debemos ayudarlo! —gritó envalentonado Aarón.
Dejando atrás una estela de polvo, avanzamos varias calles, guiándonos por los gritos, hasta que nos detuvimos en la entrada de lo que parecía ser el panteón del pueblo.
Nos replegamos a la puerta metálica y a escasos veinte metros pudimos ver dos pájaros gigantes que revoloteaban como lo hacen los zopilotes sobre su presa. Aterrizaban una y otra vez sobre Bonifacio dejándolo sin posibilidad de correr. Los enormes picos y garras, se hundían sobre la humanidad de nuestro amigo, descarnándolo poco a poco.
Saltamos la cerca, nos acercamos hasta donde el miedo nos los permitió haciendo señales y ruidos; pero no logramos azuzar a aquellos engendros. Boni cayó al suelo, dando un último alarido, después todo fue silencio. Los enormes buitres tomaron altura y entonces decidimos salir de ahí, antes de que nos vieran como sus nuevas víctimas.
Nos escondimos entre los escombros de una de las casas más cercanas, escuchamos tres campanadas y decidimos salir del pueblo arropados por la oscuridad.
Pasamos por la avenida principal, entonces me percaté que el viejo reloj marcaba las tres con tres y las campanas nuevamente estaban en su sitio. Ya casi amaneciendo caminábamos sobre la vereda que nos llevaría al lugar desde donde habíamos emprendido la horrible aventura, cerré los ojos y di gracias a Dios.
Hasta el día de hoy no he podido olvidar lo que nos sucedió, diez años después de aquél espeluznante suceso, me puse en contacto con Aarón y Ricardo. A pesar de que vivimos distantes, nos reencontramos en un café sólo para recordar las cosas buenas que pasamos durante nuestra época de juventud.
Confieso que aún no supero mis miedos, tengo una animadversión hacia cualquier ave, de noche duermo con la luz encendida y mis audífonos. Creo que a mis amigos les pasa lo mismo pero no hablan de ello, tampoco yo lo hago.
Mi mente siempre está repitiendo aquella frase que leyera bajo el reloj: “tres campanadas a las tres”, sobrevivimos tres a las tres de la mañana, tres gárgolas cobraron vida de aquellas tres campanas, y miré por última vez aquel reloj a las tres con tres.